El sol de mediodía recorta las sombras con precisión sobre una fachada austera, casi secreta, en una calle discreta del poniente de la Ciudad de México. Ahí, nos detenemos, frente a una puerta de madera, sin señales ni placas visibles, es la casa de Luis Barragán.
Y así empieza el recorrido…. La primera parada es su casa. No “una” casa: la casa. La misma en la que vivió y trabajó durante cuatro décadas, hoy Patrimonio Mundial por la UNESCO. Al cruzar el umbral de la Casa Barragán, el viajero experimenta un cambio sutil: la ciudad queda atrás, y lo que sigue es un ritual de silencio, luz y textura. Hay muros blancos que respiran, escalones que invitan a la contemplación, rincones donde la luz entra como una revelación.
La biblioteca —sin ventanas al exterior— es una cueva de introspección. El patio, con su fuente y su bugambilia en flor, parece construido para una ceremonia invisible. En cada habitación se revela una obsesión delicada por lo espiritual. Es arquitectura, sí, pero también liturgia doméstica. No sorprende que muchos visitantes salgan de ahí conmovidos, como quien ha presenciado una obra de arte viva.
A unos kilómetros de ahí, en San Miguel Chapultepec, otra puerta discreta esconde una joya diferente: la Casa Gilardi, una de sus obras más fotografiadas, pero verla en imágenes es como tratar de entender un perfume a través de una descripción. Nada sustituye el momento en que el viajero entra al pasillo magenta, y la luz de la tarde lo transforma en un túnel de color líquido.
Pero lo más sorprendente es el árbol que crece desde el comedor y una alberca interior iluminada por ventanas amarillas. Todo es juego, pero un juego sabio, casi místico. Gilardi no fue un cliente convencional, y Barragán respondió con una obra que parece celebrar el milagro del color.
El sur de la ciudad ofrece un cambio de ritmo. La tercera parada del recorrido es la Casa Pedregal o Casa Prieto López, enclavada en el terreno volcánico del Pedregal de San Ángel. Aquí las rocas negras del paisaje, los muros de piedra volcánica y los jardines secos componen un conjunto donde lo salvaje y lo humano coexisten en paz.
La casa parece nacer de la tierra. No es difícil imaginar aquí a Barragán caminando en silencio al amanecer, escuchando cómo el entorno dicta las reglas del diseño.
Las Torres de Satélite. Aunque diseñadas junto al escultor Mathias Goeritz, es imposible no ver en ellas la mano de Barragán, su gusto por lo monumental y lo simbólico.
El Hotel Camino Real. Un oasis geométrico
en medio del caos urbano, en Polanco. Fue un
proyecto de Ricardo Legorreta, pero bajo la
supervisión —y la visión— de Barragán.
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